Los cuentos de Fabián
jueves, 15 de mayo de 2014
Siete sonetos medicinales (Almafuerte)
¡Avanti!
Si te postran diez veces te levantas
Otras diez, otras cien, otras quinientas...
No han de ser tus caídas tan violentas
Ni tampoco, por ley, han de ser tantas.
Con el hambre genial con que las plantas
Asimilan el humus avarientas,
Deglutiendo el rencor de las afrentas
Se formaron los santos y las santas.
Obsesión casi asnal, para ser fuerte,
Nada más necesita la criatura,
Y en cualquier infeliz se me figura
Que se rompen las garras de la suerte...
¡Todos los incurables tienen cura
Cinco segundos antes de la muerte!
¡Piú avanti!
No te des por vencido, ni aun vencido,
No te sientas esclavo, ni aun esclavo;
Trémulo de pavor, piénsate bravo,
Y arremete feroz, ya mal herido.
Ten el tesón del clavo enmohecido,
Que ya viejo y ruin vuelve a ser clavo;
No la cobarde intrepidez del pavo
Que amaina su plumaje al primer ruido.
Procede como Dios que nunca llora,
O como Lucifer, que nunca reza,
O como el robledal, cuya grandeza
Necesita del agua y no la implora...
¡Que muerda y vocifere vengadora,
Ya rodando en el polvo tu cabeza!
¡Molto piú avanti!
Los que vierten sus lágrimas amantes
Sobre las penas que no son sus penas;
Los que olvidan el son de sus cadenas,
Para limar las de los otros antes;
Los que van por el mundo delirantes,
Repartiendo su amor a manos llenas,
Caen, bajo el peso de sus obras buenas
Sucios, enfermos, trágicos..., ¡sobrantes!
¡Ah! ¡Nunca quieras remediar entuertos!
¡Nunca sigas impulsos compasivos!
¡Ten los garfios del odio siempre activos,
Y los ojos del Juez siempre despiertos!...
¡Y al echarte en la caja de los muertos,
Menosprecia los llantos de los vivos!
¡Molto piú avanti ancora!
El mundo miserable es un estrado
Donde todo es estólido y fingido,
Donde cada anfitrión guarda escondido
Su verdadero ser, tras el tocado.
No digas tu verdad ni al más amado;
No demuestres temor ni al más temido;
No creas que jamás te hayan querido
Por más besos de amor que te hayan dado.
Mira cómo la nieve se deslíe
Sin que apostrofe al sol su labio yerto,
Cómo ansía las nubes el desierto
Sin que a ninguno su ansiedad confíe...
¡Trema como el Infierno; pero ríe!
¡Vive la vida plena, pero muerto!
¡Moltissimo piú avanti ancora!
Si en vez de las estúpidas panteras
Y los férreos estúpidos leones,
Encerrasen dos flacos mocetones
En esa frágil cárcel de las fieras,
No habrían de yacer noches enteras
En el blando pajar de sus colchones,
Sin esperanzas ya, sin reacciones
Lo mismo que dos plácidos horteras;
Cual Napoleones pensativos, graves,
No como el tigre sanguinario y maula,
Escrutarían palmo a palmo su aula,
Buscando las rendijas, no las llaves...
¡Seas el que tú seas, ya lo sabes:
A escrutar las rendijas de tu jaula!
¡Vera violetta!
En pos de su nivel se lanza el río
Por el gran desnivel de los breñales;
El aire es vendaval, y hay vendavales
Por la ley del no-fin, del no-vacío;
La más hermosa espiga del estío
No sueña con el pan en los trigales;
El más noble panal de los panales
No declaró jamás: Yo no soy mío.
Y el sol, el padre sol, el raudo foco
Que fomenta la vida en la Natura,
Por fecundar los polos no se apura,
Ni se desvía un ápice tampoco...
¡Todo lo alcanzarás, solemne loco,
Siempre que lo permita tu estatura!
La yapa
Como una sola estrella no es el cielo,
Ni una gota que salta, el Océano
Ni una falange rígida, la mano,
Ni una brizna de paja, el santo suelo:
Tu gimnasia de cárcel no es el vuelo,
El sublime tramonto soberano,
Ni nunca podrá ser anhelo humano
Tu miserable, personal anhelo.
¿Qué saben de lo eterno las esperas:
De las borrascas de la mar, la gota
De puñetazos, la falange rota;
De harina y pan, la paja de las eras?
¡Detente! por piedad, pluma, no quieras
Que abandone sus armas el idiota!
Autor: Pedro Bonifacio Palacios (Almafuerte)
sábado, 22 de diciembre de 2012
El gran amor de Roberto Robledo
El
despertador, como cada mañana, sonó a las seis. Roberto Robledo lo apagó con
bronca, con excesivo rencor.
Y,
también como cada mañana, ella lo abrazó y le susurró, casi como una súplica, al
oído:
- Quedate
cinco minutos más.
Él
dudó un instante. La acarició muy despacio y con la voz rugosa, después de una
noche de sueño, dijo, mientras se levantaba:
- No
puedo, acordate lo que pasó la última vez que me quedé, por poco me echan de la
fábrica.
Roberto
Robledo se vistió en silencio y fue al baño. Por un momento estuvo tentado de
volver con ella. El agua fría lo despabiló y la idea se fue por el desagüe.
Cuando
pasó por la habitación, desde la puerta y sin prender la luz murmuró:
-
Nos vemos más tarde.
Ella
no contestó. Se quedó en silencio, sola, en la penumbra del cuarto.
A la
noche Roberto llegó cansado, el día había sido largo. Luego de cenar y de ver algo en televisión, se fue a acostar.
Ella lo estaba esperando. Estaba impecable. Se abrazaron, se acurrucaron y el sueño
no tardó en llegar.
Por
la mañana repitieron la rutina: el despertador, la petición de ella para que se
quede, la negación de Roberto, la
despedida.
Y al
día siguiente, y al otro y al siguiente.
Así
pasaron los días, los meses, los años. Se sentían cada vez más unidos. Sin
exigencias, ni de un lado ni del otro. Ella en silencio. Él disfrutando de los
momentos compartidos.
Un
día de fines de mayo, Roberto Robledo, volviendo en tren de la fábrica conoció
a Mónica Montero, una morocha de ojos almendrados y labios sugerentes.
Fue
de casualidad. Ella se sentó a su lado y se puso a leer “El Capital” de Marx. Dos estaciones más adelante, él se animó y le
preguntó:
- Complicado
¿no?... el libro, digo.
Ella
lo miró por sobre los lentes que descansaban en la punta de su nariz y le respondió:
- Trato,
no es para nada sencillo, pero me tiene atrapada. ¿Lo leíste?
- Lo
empecé tres veces y las tres lo abandoné.
Mónica
intentó una especie de síntesis, le contó algo de la vida de Marx y del
contexto en el que fue escrito.
Roberto
la oía con atención. Lo atraía su forma de decir, de expresarse, de gesticular.
En
cambio ella, que venía de arrastrar un par de frustraciones amorosas, sintió un
poco de temor ante esta situación.
El destino
y ellos hicieron que los viajes se hicieran frecuentes, placenteros,
literarios.
Él regresaba
a su casa como siempre, en su semblante jamás demostró lo que empezaba a sentir
por Mónica.
Ni
siquiera ella, que esperaba su regreso durante el día, las noches, los ponientes
y las madrugadas, notó algo distinto en él. Sólo esperaba su vuelta para
abrazarlo, cuidarlo, sentirlo.
La
rutina no se modificó: el despertador, el ruego de ella, la negación de él, el
baño, la despedida…
Dos
meses después de conocer a Mónica, Roberto la invitó a su casa.
Cuando
el timbre sonó ella estaba, como siempre, en el dormitorio. Sabía que ese era
su lugar, su mundo.
Luego
de unos mates y terminar de analizar “El
Capital”, Roberto tomó a Mónica de las manos. Sintió la piel cristalina de sus manos entre las suyas. La miró
fijo a los ojos y ensayó un beso. Ella no
se resistió. Unos minutos más tarde él le propuso ir al dormitorio.
Cuando
la puerta se abrió, le dijo a Mónica:
- Ella
es de quien tanto te hablé.
- Es
como me la imaginé - dijo ella - ¿pensás que le caigo bien?
- No
tengo dudas que sí.
Roberto
Robledo y Mónica Montero se acostaron y
los tres hicieron el amor.
A la
mañana siguiente el despertador sonó a las seis como siempre.
Él
lo apagó con bronca, con el mismo rencor de cada mañana.
Mónica
lo abrazó y le susurró al oído:
- Quedate
un ratito más.
Ella
también se lo pidió.
-
Cinco minutos, nada más – era como si ambas se hubiesen puesto de acuerdo.
Roberto
no dijo nada, se puso de pie y comenzó a vestirse, luego fue al baño.
Cuando
pasó por la habitación, desde la puerta y sin prender la luz dijo:
- Nos
vemos a la noche.
Ninguna
de las dos contestó.
Así,
en silencio, permanecieron abrazadas y acurrucadas por lo menos una hora.
Cuando
Roberto llegó del trabajo, encontró un papel sobre la mesa de la cocina que
decía:
Fijate si te gusta como
quedó.
Un beso.
Mónica.
jueves, 13 de diciembre de 2012
El 9
Parado frente al viejo club, recuerdo las más lindas horas de mi
adolescencia, allá por la década del ochenta.
Unos años antes, más precisamente en 1962,
según constaba en los registros de la época, había llegado aquel grupo de fenómenos para defender los colores de nuestra institución.
Los más memoriosos contaban, mientras se tomaban una copita, que entraron los
once juntos, todos pulcramente vestidos, todos igualitos, todos tan callados y que, en pocos partidos, se ganaron la
simpatía de los que frecuentaban el lugar.
También decían que, como en todo equipo,
no faltaba la gran figura, y ese era, sin duda, el número 9. Si me parece que todavía lo veo moverse con
sus pantaloncitos cortos, ajustados, bien al cuerpo, y esas medias tan
perfectas y alineadas bajo las rodillas, que todos admirábamos tanto. Corpulento, de movimientos toscos, parecía estar parado en el medio de
la delantera, como un árbol en medio del bosque, pero a pesar de eso no paraba de
hacer goles.
Era frecuente escuchar que estaba un
tanto distanciado de sus dos wines, que, a pesar de ello, lo abastecían para el gol. Con
los volantes la única relación que tenía eran los pases que le daban para que él
terminara la jugada dentro del arco contrario. Con los defensores directamente
no tenía diálogo y con el arquero tenía una pica especial. Lo tildaba de petiso
para el puesto y de tener poca movilidad debajo de los tres palos. Si hasta en más
de una oportunidad lo acusaba de no tener manos. A estas ofensas el guardavalla
decía de él que era de madera y que tenía menos movilidad que una palmera en
medio del desierto.
Pero el 9 le cerraba la boca a todos
haciendo lo que mejor sabía: goles.
A lo largo del tiempo, es decir mientras
que estuvo en el club, recibió muchos apodos. Los más veteranos le decían “La Fiera”,
por el gran Bernabé; los de la generación de mi padre, “El Nene”, por Sanfilipo;
los de mi edad, “Pelado”, por Ramón, y los más jóvenes, “Titán”, por Martín
Palermo. Pero la mayoría lo conocíamos como “Madera” o “Tronco”, por su manera
de acomodar el cuerpo como si fuera una tabla.
Aquel 9 le dio al club grandes satisfacciones. No
importaba quién condujera el timón del equipo desde fuera de la cancha, a todos
les cumplió con goles.
Tuvo alguna que otra racha mala, y
siempre se hablaba de su posible reemplazo, pero siempre era él quien terminaba
comandando la delantera.
Hubo épocas tan buenas que la cancha
quedaba chica, venían de todos lados para verlo jugar. Fueron momentos
gloriosos para él, para el equipo, y para todos los del club.
Si hasta doña Pepa, la bufetera, dejaba
de atender para verlo jugar. Ella no era la única mujer que era atraída por sus
goles. Mi vieja, por ejemplo, más de una vez, cuando venía a buscarnos al club
a mi viejo o a mí, se prendía a ver el partido.
Todo era alegría hasta que un sábado,
algo lluvioso y gris, muy cerca del
mediodía, fui hasta el club a jugar una partidita de tute con los pibes, antes
de almorzar. Al llegar vi un camión estacionado en la puerta que me llamó la
atención. Cuando entré, cuatro flacos con ropa de laburo estaban levantando el metegol.
-¿Qué están haciendo?- les pregunté.
Ninguno me respondió.
-Son órdenes del nuevo presidente – dijo, detrás del mostrador, doña Pepa.
-¡Qué se piensa!- grité.
Mauricio Martínez, el nuevo presidente,
era un pendejo ricachón. Ganó las elecciones por un par de votos a don Carlos, quien
fuera presidente por más de cuarenta años. La cosa es que este Mauricio puso
plata y prometió modernizar el club, poner juegos electrónicos y no sé cuantas
otras boludeces más, y los ignorantes de siempre le creyeron y lo votaron.
Entre otras cosas había dado la orden de
sacar el metegol, ése que le había
dado tantas alegrías al club y junto con él se iba, también, nuestro querido número 9.
Cuando me descuidé los cuatro monos
habían levantado el metegol y lo
llevaban para el camión.
Corrí tras ellos.
-¿Dónde lo llevan? ¿Qué van a hacer con
él?- les pregunté.
El que parecía estar a cargo me
respondió:
-Lo llevamos a la fábrica para reacondicionarlo,
lo pintamos, le cambiamos los arcos…
-¿Y con los jugadores qué hacen?- lo interrumpí.
-Estos de madera no sirven más, ahora le
ponemos unos de plástico y les pintamos camisetas de equipos europeos.
-¿Me puedo llevar al 9?
El flaco me miró sorprendido.
-Sí, por supuesto, ¿cuál de los dos?- me preguntó.
-El que tiene la camiseta de nuestro
club- respondí.
-¿El de la camiseta rayada?
-Sí- dije tímidamente.
Con un rápido movimiento sacó la varilla
del metegol y sacó al wing izquierdo.
-Acá tenés- me dijo, tomando al muñequito de la cabeza.
-Ese no, el 9– le dije, con un tono acongojado.
-Pero si son todos iguales- dijo fastidioso.
-Para mí no.
Puso cara de qué grandote boludo sos, sacó al 9 y me lo entregó.
Primero besé al muñequito que tantas
alegrías me había dado, luego lo apreté fuerte en mi puño y, finalmente, lo
guardé en el bolsillo del pantalón.
Los cuatro tipos subieron el metegol al camión.
No recuerdo haberles agradecido. Me dí
media vuelta y empecé a caminar para mi casa. En el camino me largué a llorar
como un chico.
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